Porque hay que buscar la pluma que casi siempre se esconde, se amarra entre los cables o se camuflajea entre el polvo y los cabellos que tristemente se acumulan en el piso. Hay que darse un momento para pensar si no será mejor seguir leyendo, o seguir con la música y el café, esperar la inevitable llamada que viene en cuanto consigo la pluma y comienzo a alisar el papel, ¿no será mejor de cierta forma no hacerlo?... Y todo esto es un minuto, o diez, antes de ver lo inevitable que es contar lo que va pasando, me lo cuento a mi a cada paso por la diminuta sala del diminuto depto. que habito. Aquí donde todo es calor sofocante de claustro cerrado hace mucho tiempo. 

Y ya viene la cucharita a distraerme, a ensuciar mi cuaderno, me quejo de todo como siempre y pierdo el hilo de lo que iba a hacer, enciendo tabaco y miro sostenidamente el café, que siempre con leche se ve muchísimo más desagradable cuando esta frío.

Ya no atino las ideas, disparo al aire y me distraigo hasta con mis manos que se duelen de tanto maniobrar con esta pluma, y siempre puede ser un buen momento para posponer esto hasta que juntemos lo suficiente para comprar una máquina donde nos duelan las dos manos, y no solo estos tres dedos que hacen de ejecutor sobre el papel en blanco. 

Tan bien que le queda a mi cuaderno ser blanco, pareciera incluso que se resiste a la invasión de babas negras (o azules en este caso) parece que se rebela, que grita para conservara la falsa pureza que tiene lo que no se ha dicho. Y yo tomo revancha contra su negativa, me molestan las rebeliones y machaco con tan mala letra su blancura que al final acabo por arrepentirme y apresuro el punto final, que no resuelve nada...